lunes, 9 de junio de 2008

Los ojos inyectados en sangre

Llevaba horas sentado frente al monitor del computador, la luz del cuarto permanecía apagada, la estufa encendida, el cerebro desconectado, los ojos bien abiertos. El aire tibio, encerrado, sofocaba.
El viento golpeteaba la ventana, la lluvia caía, el tendido eléctrico azotaba como verdaderos látigos, la soledad profunda de allá afuera.
El volumen bajo, la música tenue. Los dedos tiesos hacían aún más difícil la tarea de escribir. Las muñecas pegadas a la superficie de castaño; las piernas dormidas: ese hormigueo punzante recorría desde la punta de los dedos de sus pies hasta la mismísima rótula de cada rodilla.
La taza de café, fiel compañera de todo aficionado, emitía vapor caliente. La cuchara metálica - de esas que sólo se ven en pensiones como la suya - ardía aún desde el corazón de la pócima.
El corazón latía, por latir. El imberbe vivía, por vivir. Los pulmones se llenaban de aire y las neuronas continuaban realizando sinapsis. Latentes.
Sus entrañas, se recogían y dilataban rápidamente. Sentía náuseas. Aquél dolor punzante en el estómago, le estaba matando.
Llevaba soportando desde hace semanas aquél malestar, vomitaba sangre, y no, amigos; no tenía tuberculosis: simplemente sus entrañas estaban despedazadas, sus vísceras habían estallado.
-¡¿Qué te sucede, maldito personaje?! Estaba escribiéndote una vida, y de pronto decidiste comenzar a morir...
- ¿Ves lo que haces? ¡Estás matándome, maldito escritor! . ¡Sí, estás matándome! Porque quizás si no te hubieses sentado a escribir en tu computador una historia sobre mi, tu y yo, habríamos podido obviar mi enfermedad, yo habría podido acabarme mi maldita taza de café, y tú la tuya. Habría apagado el inútil monitor y habría salido de casa, para saciar un poco, esta maldita soledad que traigo aquí dentro con la profundidad de la de allí fuera. Pero te adelantaste, llegaste antes para recordarme lo miserable que era mi vida y yo muriéndome no hago más que recordarte lo miserable que es la tuya.
Y así fué como el imbécil comenzó a retorcerce, a azotar su cabeza contra el tablero del teclado, el viento azotaba con más fuerza - me duele el alma - el aire me asfixiaba. Ya no pude respirar.